jueves, 11 de agosto de 2011

Bocino, por Whitestreak



FLASHFORWARD SALCHICHONERO.

Los Barba son esa familia que dices: "joder, qué raros". Pero cuando los tienes delante dices: "joder, qué raros sois, ¿tenéis mermelada?". Y por lo general te la dan, entre sonrisas y bocinazos. Todas las familias tienen pequeñas pullas y cabreos, pero los Barba no. Nunca se han cabreado, nunca han tenido pelea alguna. Son una familia idílica, en parte por la ausencia de una mujer, esposa o madre, que ha permitido a los hombres Barba desarrollar una relación basada en el buen trato, la comprensión y la honestidad familiar. Hasta ahora.

Había pasado un buen tiempo tras la Guerra, y la gente ya se estaba recuperando. César Barba trabajaba ahora en un pequeño museo y vivía con su padre Juan José en Tenerife, al igual que su hermano mellizo, Bocino Barba. No se diría que la vida de César había mejorado tras todo lo ocurrido. Mas bien lo contrario: Mantener al Brunusaurio era ahora una tarea atroz, y no podía dejarlo en casa solo porque se cagaba en la fosa séptica. A esto se sumaba su cansina depresión y las burlas del trabajo.

Juan José vivía con sus hijos en una pequeña casucha blanca de un piso, rodeada de otras mucho más lujosas. No era especialmente adinerado, pero no le importaba: él era sumamente feliz. Nada le importaba mas que vivir sus últimos días con plenitud. Su minusvalía le tenía atrapado en una silla de ruedas, que él adornaba con chapitas y los pañuelos de tela, lo único que su señora madre, Yurena Carromato, le dejó en herencia. Canario de nacimiento, y orgulloso de ello, todas las mañanas rodaba hacia el club Flamingo para cantar los temas latinos que tanto le gustaban. El dueño era su viejo amigo, y alegraba el día a los clientes, pocos a esas horas, aunque él rechazaba paga alguna. Lo hacía para divertirse, no aspiraba a nada más. Y cuando regresaba a su casa, tras tomarse un café con unas gotas de baileys y jugar a la pelota -limitadamente- con niños pequeños en el parque municipal, lo hacía con un brillo inocente y puro en los ojos. El brillo de una persona carente de complejos y preocupaciones, que solo vivía para pasarlo bien y contentar a los demás. Y así regresaba con sus hijos, escuchando el radiocasete que llevaba enganchado con cinta a la silla de ruedas, y que en ocasiones se caía y debía recogerlo con mucho esfuerzo.

Bocino se había levantado temprano. Dormía en una pequeña pecera de aceite virgen extra para mantener su cuerpo sano y poder transportarse con mayor facilidad. Escuchó a César levantarse, a las cinco de la madrugada, y justo cuando se fue de casa Bocino se lanzó al suelo de la habitación y se deslizó hasta el salón, tarareando a pequeños bocinazos inaudibles una de las canciones que tanto gustaban a su padre Juan José. Bocino era una extraña criatura: una masa cárnica gris, muy delgada y alargada, con dos ojos grises y vidriosos, muy separados, y por delante, un intenso morro constantemente abierto en un pequeño circulo por donde soltaba los bocinazos, su única forma de comunicarse. En el extremo opuesto solo poseía un pie con tres dedos. Antaño le habría servido para moverse, pero su torso calloso había engordado unos cuantos kilos, y ahora solo podía arrastrarse como una vil e inútil criatura. Y a pesar de todo, era hijo biológico de Juan José: creció junto con César en el útero de su madre. Los médicos no supieron decir qué era realmente, aunque la hipótesis más común era que había sido parte de César hasta los tres meses de gestación. Se había levantado para preparar una rica comida a César; Bocino era consciente de lo mal que lo pasaba en el trabajo, así que comenzó a preparar unas deliciosas galletas con pasas. Bocino era todo vitalidad: a pesar de su deformidad la vida le había tratado bien y la gozaba como nadie. Quería tanto a su hermano que deseaba lo mismo para él.

César Barba se había levantado excesivamente pronto, como era común en aquellos días. Se había vestido, con rostro amargado, y había llenado su maletín de papeles e informes sin importancia acerca de huesos inútiles y dinosaurios muertos. Se había comido una magdalena rancia y había cogido la bicicleta rosa que por falta de dinero tuvo que robar a una niña del vecindario mediante tretas y argucias de poca honestidad. Le había costado cuatro días que aquella niña de seis años cayera en la trampa y dejara la bicicleta libre. Tampoco se atrevió a enfrentarse a ella directamente. Tuvo que modificarla para poder atar al brunusaurio y llevarlo con él al museo, donde trabajaba, ya que dejarlo solo en el jardín era demasiado peligroso para todos: El saurio anormal sufría en las ausencias de César, y ello evocaba en una diarrea furiosa que apestaba media ciudad. Con el dinosaurio enganchado volvió del museo cuatro horas después. Seguía siendo muy pronto. Hoy se habían burlado de él especialmente porque llevaba la misma ropa que siempre. Siempre la misma, siempre sudada, mojada de orín propio y la barba descuidada hasta límites insospechados: Grande, como una bola de serrín, apestando a pelo quemado y a perra con el muelle flojo.  El los ignoraba, pero le dolía demasiado. Las aventuras habían acabado y volvía a enfrentarse a la dura realidad, donde no era absolutamente nadie.

Tiró la bicicleta en el jardín y dejó al brunusaurio enganchado a ella, para que se sintiese oprimido.  Era demasiado estúpido como para pensar que su fuerza innata le permitiría liberarse. Así llegó, sacó las llaves y abrió la puerta. Cuando puso un pie dentro de la casa, un bocinazo entusiasmado penetró su cabeza con toda la vileza. Su menudo y delgado cuerpo se sobresaltó con barbarie. Las gafas se le cayeron al suelo y cuatro ríos de sudor frío nacieron de su frente y le llegaron a los huevos. Era él: Bocino, sobresaltado por el susto de César, preocupado por su hermano, con una bandeja de galletitas calientes a la derecha. César quedó inmóvil e inexpresivo: Había estado media madrugada sufriendo las burlas de sus compañeros, y ahora que acababa de llegar a casa era recibido por un bocinazo que le bombardeó de pequeños infartos. Era consciente de que su hermano no podía comunicarse de otra forma, pero en su mente un pensamiento había despertado: César odiaba a Bocino. En aquel momento exacto supo que Bocino era él mismo. Que cuando no eran más que fetos y Bocino se separó de él, se llevó la fuerza, la vitalidad, la gracia natural y la valentía que por derecho pertenecían a César. Comprendió, en aquel mismo instante, que su hermano Bocino era la causa de todos sus males.

Bocino, con los ojos encharcados, movió lentamente la bandeja de galletas, creyendo que César no se había dado cuenta de que las había preparado para él. Estaba nervioso, tenso y temeroso de su hermano, porque no quería ningún mal hacia él. En la mente de César emergían recuerdos dolorosos, de burla, dolor, risas hacia él y palizas, todos en blanco y negro y con una morsa tarareando una canción arcaica de fondo. Aquellos que le maltrataban: todos en su inmensa mayoría, poseían el rostro de Bocino. Empezó a babear lentamente. El científico dejó su maletín y los papeles encima de una mesita. Bocino creía que ya empezaba a recuperarse del sobresalto, por lo que se dispuso a otorgarle las galletitas. Cuando se acercó, César empezó a manosearse el brazo izquierdo. Sintió unas fuertes taquicardias y la realidad empezó a girar, a dar vueltas y a ondularse en su mente como si fuese una lámpara de lava. El iris de sus ojos se concentró tanto que pareció haber desaparecido, y cuando César regresó a la realidad, se dilataron de la forma más bestia imaginable. Y ahí fue cuando ocurrió: César Barba dio una patada a la bandeja de galletas, sin pronunciar palabra alguna, sin soltar grito o gemido. Se tiró de rodillas sobre su hermano Bocino y empezó a golpearle en el cuerpo. Bocino dio paso a una orgía de bocinazos de socorro y gemidos de dolor, pero éstos enfurecían cada vez más a César, que hundía su puño en la cara de aquel, su supuesto querido familiar, al que ahora veía como un ser despreciable, a pesar de que era feliz y vivía únicamente por el bien de sus allegados.

Bocino no sabía qué hacer. No podía defenderse, y aunque fuera capaz de ello, jamás pegaría a su hermano, lo quería demasiado, aun cuando éste le hablaba mal. Realmente Bocino jamás pegaría a nadie. Siempre se ganaba a la gente con su afecto y su buena voluntad, palabras bonitas y gestos de aprecio. Pero debía hacer algo. Sentía sangre en todo su cuerpo, sentía sus órganos internos reventando y desparramando fluidos varios dentro de las zonas más recónditas y prohibidas de su cuerpo alagartijado. César había entrado en un modo de destrucción más que total y absoluto. Apenas respiraba lo justo para no ahogarse, seguir vivo y poder cumplir con el que para él era el único objetivo de lo que le quedaba de vida: Castigar al mal destino, a la mala suerte que tanto había jugado con él, recuperarse del sobresalto totalmente injustificado y absolutamente maligno, y todo ello a través de su hermano Bocino. Y es que el científico era más fuerte de lo que parecía. Sus músculos poco prominentes se encontraban en total tensión, alargándose, contrayéndose, como dura y flexible fibra concentrada. La mano izquierda apretaba el cuerpo alargado de Bocino contra el suelo, presionando su abdomen mientras el puño derecho, cerrado dolorosamente, armado de ira y fuerza, se deslizaba hacia el rostro de Bocino y hacía un sonido firme y seco, pero estridente en golpe, cuando chocaba contra la carne y reventaba venillas y amorataba hasta la negrura la piel. Esto a una velocidad increíblemente pasmosa, con gran esfuerzo y sin descanso alguno, repetidamente, sin detenerse.

Juan José Barba movió su silla de ruedas hacia una rampa, feliz por regresar a su hogar para desayunar y ver la televisión con Bocino. Su cabeza, calva excepto por las sienes, en las que se levantaba una mata de pelo rizado y totalmente gris, resplandecía por los rayos solares, y el viento hizo que se sintiera más vivo que nunca. Llegó a la puerta de su casa y la abrió. Entonces, allí, delante suya, dio con lo peor que podía haberle ocurrido. Sus dos queridos hijos se estaban peleando. Ciertamente molesto, Juan José entró como pudo, con una mueca de incomodidad en su cara. Al principio solo escuchaba un golpe reiterante, casi como darle un puñetazo a un saco de harina. Una y otra vez. No cesaba. Y por todo lo demás, imperaba el silencio. Giró un poco, y empezó a cruzar la esquina. Advirtió un codo que subía y bajaba. Luego el cuerpo de César, agachado, sudoroso y en tensión. Y el codo subiendo y bajando; el brazo entero. Cruzó el portal, esperando ver a Bocino respondiendo a César: en cierto modo confiaba en que aquello fuese un juego inocente. Su mirada abarcaba cada vez más la totalidad de la escena. Debajo del agachado César pudo apreciar la cola gris de Bocino, tambaleándose mediante espasmos, que se incrementaban con cada golpe. Giró de nuevo las ruedas, y pudo apreciar el espanto: La cabeza de Bocino se encontraba totalmente hundida en el roto parquet marrón. De la forma más grotesca posible: su cuello se hundía como una cascada de varices nervudas, y la cabeza estaba totalmente desaparecida en las entrañas de la casa. El cuerpo, aun con espasmos, se encontraba tirado como una trucha recién pescada, y César hundía su puño más allá del suelo para seguir alcanzando la cabeza de Bocino.

Juan José fue a acercarse para detener al robotizado César, pero no pudo. Aquella escena derrumbó todos los pilares de su felicidad ideal y quimerénica. Sintió como se infartaba lentamente. El oxigeno dejó de llegarle al cerebro. Su organismo se colapsó ante tal decepción, ante tal destrucción, la destrucción de la estabilidad de los Barba. Abrió su rostro de la forma más grotesca al sentir como le hervía la sangre del corazón. Se llevó la mano izquierda al pecho y empezó a escuchar una música compuesta únicamente por silbidos. Cayó totalmente muerto, y las ruedas de su silla chirriaron por última vez. El golpe seco hizo reaccionar a César. Levantó su acientificada cara, sudada y roja, y vio que su padre había muerto ahí delante, y que lo último que vio fue como mataba a Bocino. Se dio la vuelta y sacó la cabeza de su hermano. Era una pulpa de jirones cárnicos grises, materia sanguinolenta, sus ojos reventados y abiertos por la mitad, y la cabeza en general hundida sobre sí misma. Permaneció media hora mirándolos a ambos, en el más incómodo de los silencios. El viento entró por el portal e hizo girar una de las ruedas de la silla de Juan José, su padre. El ruido era metálico y estridente. César puso su dedo índice en sus labios y mandó silencio a la silla. Pareció hacerle caso.

Acto seguido, el científico se puso a recoger las galletitas con pasas que Bocino, totalmente muerto y demacrado, le había preparado. Cuando las tuvo todas recogidas en su camisa, se sentó en una esquina alejada de los cuerpos muertos y enfermizos de sus últimos familiares y empezó a comérselas. Tenían un regusto a orina y sudor que se había deslizado desde la camisa hasta las pasas. Mordió la primera con total inocencia y timidez, y aclaró su voz infantil.

-Ahora cierro los ojitos y estáis todos vivos...

3 comentarios:

  1. JO-DER. Que historia mas sadica, me ha dado pena la paliza al pobre Bocino, la verdad. XDD

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  2. Brutal la paliza a Bocino y sus ojos partidos por la mitad xDD Jamás me habría imaginado a Barba así

    "Dormía en una pequeña pecera de aceite virgen extra para mantener su cuerpo sano y poder transportarse con mayor facilidad." Esto ha sido un señor puntazo, absurder, pero un puntazo!

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  3. Bocino debe ser el equivalente a Super Meat Boy, una masa deforme de carne deslizándose por los pasillos untado en aceite.

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