sábado, 8 de diciembre de 2012

NUEVA SERIE: EL DICHOSO VAIVÉN DEL TODO





EL DICHOSO VAIVÉN DEL TODO

El sol abrasador castigaba con sus rayos el duro suelo de aquellos escalones. El hormigón ardiente era una opción bastante descartable como posadero en aquellas tardes de verano, que por su condición desamparada evocaban a paisajes de alguna fantasía distópica. Las gradas de aquél campo de fútbol de barrio estaban casi vacías, y por la inhóspita situación temporal eran comunmente consideradas inalbergables. Los entrenamientos de la mayoría de los equipos locales se habían desplazado; la zona en la que estaba situada era muy reconfortante en invierno, pues una ubicación tan poco florida y vegetada acumulaba bien el calor del día. Por otro lado, en verano no era una opción. Aquella desolada pista era un lugar público que hacía poca gala de su categoría durante ciertas épocas. Sin embargo, la excepción que confirma la regla se daba sin concesiones.

Cuatro jóvenes reposaban sentados en aquellos funestos peldaños. Ninguno de ellos llevaba camiseta y era perfectamente manifiesto el porqué. Sin dirigirse una palabra, el joven sentado en el escalón más bajo giró levemente la cabeza a su derecha. Era Federico Mortaleti, más conocido como "Sucias", un joven zagal de barrio con pelo acenicerado, chándal fluorescente, pendientes bañados en oro de los que colgaban crucifijos en cada oreja, un afeitado tremendamente marcado, ojos saltones y nariz con forma de pico de tucán exótico. Buscaba su mochila, en la que guardaba algo muy especial. Cuando dio con ella, sacó de la misma una vieja camiseta de Nike sin mangas con la que se cubrió el torso desnudo para, justo después, cerrar la  abultada mochila y echársela a la espalda.

-Ni os rayéis, que me han llamado hoy pa' que represente al jurado popular y he quedado pa' que "El Bisantos" me lleve en su motico. -el muchacho se acomodó las asas y movió con cadencia sus hombros-. Y caroh, ahora me voy a ver si...
-Caroh -repitieron varias voces, confirmando la inacabada sentencia.
Sucias emprendió camino con una mirada desconfiada y fumándose la chusta del último "verde" que había podido rescatar del lote que recibía semanalmente. Comunmente, sus amigos gorroneaban su material sin que él rechistara, pero esta semana estaba molesto. Aun así, no iba a expresar su desacuerdo. En su día a día era habitual el silencio, y entre su grupo de amigos no solían hablar mucho. De hecho, eran chicos poco vivaces y salvo si eran palabras mayores (dentro de su sistema de prioridades), pocas veces expresaban sus sentimientos, hasta el punto de dar una primera impresión de personas frías y asociales, que nada más lejos de la realidad, tan solo habían olvidado un contacto formal y activo con el prójimo por su carácter profundamente apático y nihilista.

-¿Te montas ya o qué? -Bisantos era tremendamente alto, delgado e imponente. Su pequeña y descuidada melena castaña estaba grasienta y sudorosa. Frunció el ceño unicejado y sonrió a Sucias mientras montaba detrás.

La moto arrancó con un poderoso sonido que retumbó en toda la calle, marcando su camino hacia los juzgados con mucho humo; por un lado, de la gasolina emergente del tubo de escape, y por otro, de la boca de Sucias, que exhalaba la última calada antes de lanzar la chusta al asfalto.

El edificio de los juzgados se alzaba imponente frente a Sucias, que entró con cierta reticencia, pero sumiso. Le dirigieron formalmente hasta donde tenía que ubicarse y se sentó, dejando la mochila a sus pies y mirando a sus compañeros en el jurado popular. El juez se aclaró la voz y dirigió una mirada al acusado, un hombre mayor de pelo canoso y barba frondosa.

-Se le acusa y se le convoca como presunto culpable del asesinato de Juan Mordaz en calidad de homicidio en primer grado. Hoy pasaremos a escuchar las voces del jurado popular, encabezado por Federico Mortaleti.

Sucias miró atónito al juez.

-¿Homicidio qué es lo que es? Yo de esas cosas tan raras no he sido enseñao'.

El juez no tuvo oportunidad de vocalizar nada tras tomar aire para explicarle al joven lo que significaba.

-Yo es que no he venido aquí a no entender. Yo sé que el otro día quedé con el Xavi, ¿lo conoces? -continuó Sucias.

-No.

-Y na' -prosiguió sin dar explicaciones-, estábamos to "rayaícos" en el campo porque "La Jackass", su chorba, llevaba sin venir con nosotros a darle al trueque desde hace mucho. Y caroh', el Xavi se estaba emparanoiando de la cabeza y a mí eso se me pega rápido,así que me rayé también. Y conforme estaba yo ahí to' rayaíco, llegó el perrico que tenía el Xavi y se rayó también con nosotros. A mí eso la verdad es que me gusta mu' poco, porque estábamos entrando en fase esquizoide y se nos descontrolaba la mente. Y eso son paranoias muy tochas que caroh, hay que hacer algo. Así que na', en verdad sí, maté al perrico. Lo quemé y ya está, estaba rayao. Y en verdad me daba penica, porque me miraba con sus ojicos ahí to rayao, pero caroh, me rayé. Y caroh, como me dijo el Xavi, ¿sabes quién es? ...

-Sigo sin sab... -el juez volvió a quedarse a medias.

-... que trajera algo, una prueba o algo que pudiese aportar para el juicio, pues yo he querido traer mi granito de arena trayendo el cadáver del perrico, es decir, el cuerpo inerte del cánido calcinado para ver si hacéis algo con el mismo. -Federico abrió la mochila y sacó una bolsa de plástico rojo. Dejó caer el contenido sobre la mesa del jurado popular. Efectivamente, un cuerpo sin vida de un perro incinerado rodó sobre la mesa hasta quedarse inmóvil, causando estragos en la estabilidad formal del juicio-. Si queréis lo cogéis, pero yo no, que a mí me da mucho asco -Sucias hizo un gesto de repulsión-, estas cosas me dan un ¡ish!, ¡ay!, que ni aguanto. Así que nada, si queréis tocarlo vale, pero yo no, que me da asco.

La policía lo detuvo y fue multado gravemente por homicidio animal.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Otto es Otto al revés




Otto es Otto al revés.
Por Whitestreak.

Introducción

Bienvenido, querido lector, a esta página en blanco nuclear que es lentamente embadurnada por palabras mágicas que parecen ser vomitadas por una rayita negra, demente y parpadeante en la pantalla de mi ordenador. Antes que nada, pedirte que analices el título de esta obra. Asúmelo. Ahora necesito que abras tu mente a ello y así la mantengas. No quieras entenderme mal; no busco que comprendas mi necesidad de que ‘sepas‘, únicamente intento que aprendas a consolidar la diarrea mental que te soltaré a lo largo de este libro, y que muy seguramente acabarás digiriendo de mala manera. 

Tu organismo moral está en peligro por el simple hecho de tomar este libro entre tus manos, y la aparente tranquilidad de tus pupilas no es más que un falso estado, vanguardia de litros y litros de sangre que sucumbirán por tus mejillas, abrazándose delicadamente al líquido ocular que se desprenderá de tus ojos al ser incapaces de continuar la lectura de ésta, mi obra, en la página cien y pico de la misma. La carga filosófico-dantesca con la que asaltaré tu salud psicológica solo tú sabes y puedes resistirla. Así que deja este libro debajo de tu cama, levántate, camina hasta una fresca y verde pradera, piensa en la existencia humana bajo la bóveda celeste injustamente violada por la contaminación lumínica, y no sigas leyendo esta mierda hasta que sepas responder a las preguntas más sucias y enrevesadas que el huevo revuelto de materia gris que guardas en ese cráneo polvoriento te cuestione sin compasión.

Ahora bien, como nadie en esta desolada vida es capaz de responder a dichas preguntas, mi trabajo aquí ha concluido. Dada tu incapacidad para comprender los borbotones de putrefacción espiritual que intento expresar en este libro, es inútil que sigamos con esta farsa: vuelve a tu vida mortal y sé consciente de lo indigno de tu ser. Y antes de que lo hagas, y buscando paliar futuras cuestiones que no vendrán a cuento en ningún tipo de situación social futura, has de saber que este libro acaba aquí. Incumpliré mi promesa de cubrir a los lectores de testimonios, indagaciones y asesorías metafísicas. E incumpliré también aquello de las cien páginas y pico. Deberías haberlo sabido.

Fin.

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Dedico este libro a Adelaida Sánchez, una drogadicta de muy buen corazón, sabia como el viento. También se lo dedico a Roni, mi hamster fallecido, y a mi hermano no-nato.
Y a ti. Y a tu puta madre.

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Magnífica obra literaria con un inesperado, cerrado y absolutamente redondo final. 
-Niu Llorc Taims.

El impacto de Inocencia es evidente en el mundillo literal de la actualidad, pues ha dado paso a la creación de esta petardez.
-Editoriales Perrasanta.

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Conmemoremos el inicio y el porqué de todo este blog y universo;

El vídeo que inspiró todo;
Horse God, el Cónsul y Canelo violando asiáticas

La historia que, a raíz de dicho vídeo, inició esta espiral de materia fecal narrada;
El caso Yorn I y II

jueves, 11 de agosto de 2011

Bocino, por Whitestreak



FLASHFORWARD SALCHICHONERO.

Los Barba son esa familia que dices: "joder, qué raros". Pero cuando los tienes delante dices: "joder, qué raros sois, ¿tenéis mermelada?". Y por lo general te la dan, entre sonrisas y bocinazos. Todas las familias tienen pequeñas pullas y cabreos, pero los Barba no. Nunca se han cabreado, nunca han tenido pelea alguna. Son una familia idílica, en parte por la ausencia de una mujer, esposa o madre, que ha permitido a los hombres Barba desarrollar una relación basada en el buen trato, la comprensión y la honestidad familiar. Hasta ahora.

Había pasado un buen tiempo tras la Guerra, y la gente ya se estaba recuperando. César Barba trabajaba ahora en un pequeño museo y vivía con su padre Juan José en Tenerife, al igual que su hermano mellizo, Bocino Barba. No se diría que la vida de César había mejorado tras todo lo ocurrido. Mas bien lo contrario: Mantener al Brunusaurio era ahora una tarea atroz, y no podía dejarlo en casa solo porque se cagaba en la fosa séptica. A esto se sumaba su cansina depresión y las burlas del trabajo.

Juan José vivía con sus hijos en una pequeña casucha blanca de un piso, rodeada de otras mucho más lujosas. No era especialmente adinerado, pero no le importaba: él era sumamente feliz. Nada le importaba mas que vivir sus últimos días con plenitud. Su minusvalía le tenía atrapado en una silla de ruedas, que él adornaba con chapitas y los pañuelos de tela, lo único que su señora madre, Yurena Carromato, le dejó en herencia. Canario de nacimiento, y orgulloso de ello, todas las mañanas rodaba hacia el club Flamingo para cantar los temas latinos que tanto le gustaban. El dueño era su viejo amigo, y alegraba el día a los clientes, pocos a esas horas, aunque él rechazaba paga alguna. Lo hacía para divertirse, no aspiraba a nada más. Y cuando regresaba a su casa, tras tomarse un café con unas gotas de baileys y jugar a la pelota -limitadamente- con niños pequeños en el parque municipal, lo hacía con un brillo inocente y puro en los ojos. El brillo de una persona carente de complejos y preocupaciones, que solo vivía para pasarlo bien y contentar a los demás. Y así regresaba con sus hijos, escuchando el radiocasete que llevaba enganchado con cinta a la silla de ruedas, y que en ocasiones se caía y debía recogerlo con mucho esfuerzo.

Bocino se había levantado temprano. Dormía en una pequeña pecera de aceite virgen extra para mantener su cuerpo sano y poder transportarse con mayor facilidad. Escuchó a César levantarse, a las cinco de la madrugada, y justo cuando se fue de casa Bocino se lanzó al suelo de la habitación y se deslizó hasta el salón, tarareando a pequeños bocinazos inaudibles una de las canciones que tanto gustaban a su padre Juan José. Bocino era una extraña criatura: una masa cárnica gris, muy delgada y alargada, con dos ojos grises y vidriosos, muy separados, y por delante, un intenso morro constantemente abierto en un pequeño circulo por donde soltaba los bocinazos, su única forma de comunicarse. En el extremo opuesto solo poseía un pie con tres dedos. Antaño le habría servido para moverse, pero su torso calloso había engordado unos cuantos kilos, y ahora solo podía arrastrarse como una vil e inútil criatura. Y a pesar de todo, era hijo biológico de Juan José: creció junto con César en el útero de su madre. Los médicos no supieron decir qué era realmente, aunque la hipótesis más común era que había sido parte de César hasta los tres meses de gestación. Se había levantado para preparar una rica comida a César; Bocino era consciente de lo mal que lo pasaba en el trabajo, así que comenzó a preparar unas deliciosas galletas con pasas. Bocino era todo vitalidad: a pesar de su deformidad la vida le había tratado bien y la gozaba como nadie. Quería tanto a su hermano que deseaba lo mismo para él.

César Barba se había levantado excesivamente pronto, como era común en aquellos días. Se había vestido, con rostro amargado, y había llenado su maletín de papeles e informes sin importancia acerca de huesos inútiles y dinosaurios muertos. Se había comido una magdalena rancia y había cogido la bicicleta rosa que por falta de dinero tuvo que robar a una niña del vecindario mediante tretas y argucias de poca honestidad. Le había costado cuatro días que aquella niña de seis años cayera en la trampa y dejara la bicicleta libre. Tampoco se atrevió a enfrentarse a ella directamente. Tuvo que modificarla para poder atar al brunusaurio y llevarlo con él al museo, donde trabajaba, ya que dejarlo solo en el jardín era demasiado peligroso para todos: El saurio anormal sufría en las ausencias de César, y ello evocaba en una diarrea furiosa que apestaba media ciudad. Con el dinosaurio enganchado volvió del museo cuatro horas después. Seguía siendo muy pronto. Hoy se habían burlado de él especialmente porque llevaba la misma ropa que siempre. Siempre la misma, siempre sudada, mojada de orín propio y la barba descuidada hasta límites insospechados: Grande, como una bola de serrín, apestando a pelo quemado y a perra con el muelle flojo.  El los ignoraba, pero le dolía demasiado. Las aventuras habían acabado y volvía a enfrentarse a la dura realidad, donde no era absolutamente nadie.

Tiró la bicicleta en el jardín y dejó al brunusaurio enganchado a ella, para que se sintiese oprimido.  Era demasiado estúpido como para pensar que su fuerza innata le permitiría liberarse. Así llegó, sacó las llaves y abrió la puerta. Cuando puso un pie dentro de la casa, un bocinazo entusiasmado penetró su cabeza con toda la vileza. Su menudo y delgado cuerpo se sobresaltó con barbarie. Las gafas se le cayeron al suelo y cuatro ríos de sudor frío nacieron de su frente y le llegaron a los huevos. Era él: Bocino, sobresaltado por el susto de César, preocupado por su hermano, con una bandeja de galletitas calientes a la derecha. César quedó inmóvil e inexpresivo: Había estado media madrugada sufriendo las burlas de sus compañeros, y ahora que acababa de llegar a casa era recibido por un bocinazo que le bombardeó de pequeños infartos. Era consciente de que su hermano no podía comunicarse de otra forma, pero en su mente un pensamiento había despertado: César odiaba a Bocino. En aquel momento exacto supo que Bocino era él mismo. Que cuando no eran más que fetos y Bocino se separó de él, se llevó la fuerza, la vitalidad, la gracia natural y la valentía que por derecho pertenecían a César. Comprendió, en aquel mismo instante, que su hermano Bocino era la causa de todos sus males.

Bocino, con los ojos encharcados, movió lentamente la bandeja de galletas, creyendo que César no se había dado cuenta de que las había preparado para él. Estaba nervioso, tenso y temeroso de su hermano, porque no quería ningún mal hacia él. En la mente de César emergían recuerdos dolorosos, de burla, dolor, risas hacia él y palizas, todos en blanco y negro y con una morsa tarareando una canción arcaica de fondo. Aquellos que le maltrataban: todos en su inmensa mayoría, poseían el rostro de Bocino. Empezó a babear lentamente. El científico dejó su maletín y los papeles encima de una mesita. Bocino creía que ya empezaba a recuperarse del sobresalto, por lo que se dispuso a otorgarle las galletitas. Cuando se acercó, César empezó a manosearse el brazo izquierdo. Sintió unas fuertes taquicardias y la realidad empezó a girar, a dar vueltas y a ondularse en su mente como si fuese una lámpara de lava. El iris de sus ojos se concentró tanto que pareció haber desaparecido, y cuando César regresó a la realidad, se dilataron de la forma más bestia imaginable. Y ahí fue cuando ocurrió: César Barba dio una patada a la bandeja de galletas, sin pronunciar palabra alguna, sin soltar grito o gemido. Se tiró de rodillas sobre su hermano Bocino y empezó a golpearle en el cuerpo. Bocino dio paso a una orgía de bocinazos de socorro y gemidos de dolor, pero éstos enfurecían cada vez más a César, que hundía su puño en la cara de aquel, su supuesto querido familiar, al que ahora veía como un ser despreciable, a pesar de que era feliz y vivía únicamente por el bien de sus allegados.

Bocino no sabía qué hacer. No podía defenderse, y aunque fuera capaz de ello, jamás pegaría a su hermano, lo quería demasiado, aun cuando éste le hablaba mal. Realmente Bocino jamás pegaría a nadie. Siempre se ganaba a la gente con su afecto y su buena voluntad, palabras bonitas y gestos de aprecio. Pero debía hacer algo. Sentía sangre en todo su cuerpo, sentía sus órganos internos reventando y desparramando fluidos varios dentro de las zonas más recónditas y prohibidas de su cuerpo alagartijado. César había entrado en un modo de destrucción más que total y absoluto. Apenas respiraba lo justo para no ahogarse, seguir vivo y poder cumplir con el que para él era el único objetivo de lo que le quedaba de vida: Castigar al mal destino, a la mala suerte que tanto había jugado con él, recuperarse del sobresalto totalmente injustificado y absolutamente maligno, y todo ello a través de su hermano Bocino. Y es que el científico era más fuerte de lo que parecía. Sus músculos poco prominentes se encontraban en total tensión, alargándose, contrayéndose, como dura y flexible fibra concentrada. La mano izquierda apretaba el cuerpo alargado de Bocino contra el suelo, presionando su abdomen mientras el puño derecho, cerrado dolorosamente, armado de ira y fuerza, se deslizaba hacia el rostro de Bocino y hacía un sonido firme y seco, pero estridente en golpe, cuando chocaba contra la carne y reventaba venillas y amorataba hasta la negrura la piel. Esto a una velocidad increíblemente pasmosa, con gran esfuerzo y sin descanso alguno, repetidamente, sin detenerse.

Juan José Barba movió su silla de ruedas hacia una rampa, feliz por regresar a su hogar para desayunar y ver la televisión con Bocino. Su cabeza, calva excepto por las sienes, en las que se levantaba una mata de pelo rizado y totalmente gris, resplandecía por los rayos solares, y el viento hizo que se sintiera más vivo que nunca. Llegó a la puerta de su casa y la abrió. Entonces, allí, delante suya, dio con lo peor que podía haberle ocurrido. Sus dos queridos hijos se estaban peleando. Ciertamente molesto, Juan José entró como pudo, con una mueca de incomodidad en su cara. Al principio solo escuchaba un golpe reiterante, casi como darle un puñetazo a un saco de harina. Una y otra vez. No cesaba. Y por todo lo demás, imperaba el silencio. Giró un poco, y empezó a cruzar la esquina. Advirtió un codo que subía y bajaba. Luego el cuerpo de César, agachado, sudoroso y en tensión. Y el codo subiendo y bajando; el brazo entero. Cruzó el portal, esperando ver a Bocino respondiendo a César: en cierto modo confiaba en que aquello fuese un juego inocente. Su mirada abarcaba cada vez más la totalidad de la escena. Debajo del agachado César pudo apreciar la cola gris de Bocino, tambaleándose mediante espasmos, que se incrementaban con cada golpe. Giró de nuevo las ruedas, y pudo apreciar el espanto: La cabeza de Bocino se encontraba totalmente hundida en el roto parquet marrón. De la forma más grotesca posible: su cuello se hundía como una cascada de varices nervudas, y la cabeza estaba totalmente desaparecida en las entrañas de la casa. El cuerpo, aun con espasmos, se encontraba tirado como una trucha recién pescada, y César hundía su puño más allá del suelo para seguir alcanzando la cabeza de Bocino.

Juan José fue a acercarse para detener al robotizado César, pero no pudo. Aquella escena derrumbó todos los pilares de su felicidad ideal y quimerénica. Sintió como se infartaba lentamente. El oxigeno dejó de llegarle al cerebro. Su organismo se colapsó ante tal decepción, ante tal destrucción, la destrucción de la estabilidad de los Barba. Abrió su rostro de la forma más grotesca al sentir como le hervía la sangre del corazón. Se llevó la mano izquierda al pecho y empezó a escuchar una música compuesta únicamente por silbidos. Cayó totalmente muerto, y las ruedas de su silla chirriaron por última vez. El golpe seco hizo reaccionar a César. Levantó su acientificada cara, sudada y roja, y vio que su padre había muerto ahí delante, y que lo último que vio fue como mataba a Bocino. Se dio la vuelta y sacó la cabeza de su hermano. Era una pulpa de jirones cárnicos grises, materia sanguinolenta, sus ojos reventados y abiertos por la mitad, y la cabeza en general hundida sobre sí misma. Permaneció media hora mirándolos a ambos, en el más incómodo de los silencios. El viento entró por el portal e hizo girar una de las ruedas de la silla de Juan José, su padre. El ruido era metálico y estridente. César puso su dedo índice en sus labios y mandó silencio a la silla. Pareció hacerle caso.

Acto seguido, el científico se puso a recoger las galletitas con pasas que Bocino, totalmente muerto y demacrado, le había preparado. Cuando las tuvo todas recogidas en su camisa, se sentó en una esquina alejada de los cuerpos muertos y enfermizos de sus últimos familiares y empezó a comérselas. Tenían un regusto a orina y sudor que se había deslizado desde la camisa hasta las pasas. Mordió la primera con total inocencia y timidez, y aclaró su voz infantil.

-Ahora cierro los ojitos y estáis todos vivos...

miércoles, 3 de agosto de 2011

Marbella Tocina II, por Whitestreak




¿Me prestas un Sentimiento?

Ay, ay, ay, ay…

Aquella humana… decepcionaba a Barbati. Con las patas peludas abiertas, el ano escupía una calva rosa. Barbati, espada en mano, juraba y juraba entre gemidos que si el niño no nacía sano mataría a la madre, a los abuelos, a la comadrona, y se los comería delante del pueblo, y cagaría en las rodillas de lord Mariano Moroso, y la paz del rey imperaría entonces entre la casa Barbati y la corona real. La joven gritaba, gemía, a cada centímetro de cuerpecito que se deslizaba entre sus piernas. La joven no había dilatado lo suficiente. Nadie dilataba nunca lo suficiente cuando tenía que sacar un cerdo por el ojete.

Barbati observaba el milagro, con un antinatural brillo en los ojos. Empezó a gemir como el gorrino que era. Al principio muy bajito. Luego ascendió el tono. Ascendió más. Tiró el mandoble al suelo y se agarró por las patas de la cama, levantando la pelvis y gritando chillidos de puerco malnacido. Los ojos se le ennegrecían, el morro le moqueaba hasta las pelotillas, y él seguía marraneando como nunca antes. Aquella era su forma de demostrar su felicidad. Felicidad por su nuevo hijo.

Se escuchó, al instante, un tapón abrirse. Una bola de carne sanguinolenta y olorosa a búfalo podrido de gusanos chocó contra la pared de madera de aquella pequeña casa. La bola era un minúsculo cerdito, enganchado a sus propias patitas. Tenía una brecha en el craneo, y sangraba demasiado. Gemía inaudible, abriendo y cerrando la boca.

-El Cuervo sus lleve.

Fue lo único que dijo. Empezó a llorar y a vomitar la placenta anal de su madre, entre eructos bezerrescos. Barbati había muerto a su lado: Tieso como una loncha de queso pasado, se había cagado delante de la cama. Su expresión indicaba que había muerto feliz. Más feliz de lo que vivió. La comadrona, Tata Pestaña, la meiga galeiga, dio unos golpes en el suelo. De debajo de las mantas ensangrentadas salió Ceirume.

-Ay máma, ay, máma, máma, máma, máma, ay máma, la caca de los oidicos, la caquica de las orejicas máma, qué fina y sabrosa.

Tata Pestaña le golpeó en la cabeza. Ceirume sonrió y cogió al cerdo. Lo abrió, crujiendo varios huesos y reventándole órganos internos. Tata Pestaña lo examinó con cuidado y negó con la cabeza. Era un feto. Y por ello era indigno. No debía haber nacido. Lo que Tata Pestaña ignoraba, o parecía haber olvidado, es que de la boquita rojiza del cerdete había escapado una pequeña maldición. Una maldición dicha, con toda la valía, por algo que no debía haber nacido. Cuando se dio cuenta, se le afilaron los bigotes. Los del morro y los del coño.

-Ay, maledicto el bichajo -dijo en su peculiar acento gallego-, se le arranque la pielesica a tiras y le hagan beicon con ella y lo coman los huerfanillos con airecico en el vientre -siguió, acariciando los mofletes sonrojados de Ceirume-, ahí le salgan gusanos de dentro la carne y los huesos quebrósenle como columna de hielo. Título jerarquizado. Ay.

Ceirume miró a su madre con cara de payaso. Lo que era, básicamente.

-Ay, Tata Pestaña, roñosa máma, que eres muy mala, muy mala y no me disís mi padre cuál era; el indio o el francés, que te jincaste a toa la Galia y no me revelas mis orígenes, máma Pestaña, máma Pestaña, que el hocico te huele a castaña.

Tata Pestaña, ofendida por los conocimientos de su hijo sobre sus puteríos pasados, abandonó aquella casa. La madre del feto, moribunda, tarareaba una extraña canción. Solo quedaba Ceirume, que cogió al pequeño feto cerdil, con una expresión de asco y curiosidad. Ceirume sonrió de forma estúpida, cogiéndose un pegote de ‘caca de orejica’ y restregándoselo al feto por la boca. Sintió cómo su lengua mordida, doblada y húmeda rebañaba el cerumen y sus ojos se arquearon con gusto. Ceirume parpadeó sorprendido, salió al balcón de aquella casa y sostuvo al feto con los dos brazos. Un atardecer brutal coronaba la escena.

-Has despertado en mí sentimientos muy hermosos… te voy a llamar Sentimiento.

Allí estaba Sentimiento. Tenia la espalda doblada, los ojos en blanco, una burbuja en el morro, una costra sanguinolenta y la piel casi transparente, con las venas marcadas a fuego. Realmente era un jodido feto; no se había desarrollado lo suficiente, pero por algún milagro había sobrevivido. Estaba sentado en un pequeño cojín rojo con bordados dorados, sostenido por Ceirume. Se encontraban frente al obeso Mariano, que con la cara congestionada y los ojos medianamente cerrados, miraba a Sentimiento con asco.

-¿Pero esto qué es? Por Dió, ¿qué habéi’ hesho? ¿A qué venía ‘eto? ¿Pa qué ha sío creao? Pero si éto é un pecao, ¡éto é un pecao vergonzoso pa la Virgen!

Ceirume, ofendido, observó al heliocéntrico rey y respondió.

-Es el hijo del fallecido Barbati, lord chorizonio. Su nombre es Sentimiento y tiene derecho al condado de Chachipurri.

Mariano observó a ambos seres, y escupió en el suelo. Lamentablemente el escupitajo acabó en su pecho izquierdo, y creo en su colosal pezón un pequeño lago de saliva y mocos.

-¡Pues bueno! Dile a tu madre, la Castaña esa de mierda, que le ofrezca las llaves del castillo de ese jodido lugar.

Mariano no tenía ganas de pensar aquello. Regalaba títulos y privilegios con tal de que le dejaran rascarse los cojoncios en paz. Por toda la cara emergió un anaranjado suricato llamado Ligamentoso.

-Dicen que un tal Ford ha inventado la cadena de montaje -informó.

Sentimiento, pues, ya estaba muy lejos.  El condado de Chachipurri nadie sabía dónde encontrarlo. La Tata Pestaña estaba dolida con Ceirume por su decisión de cuidar de aquel ser de nacimiento incompleto. Mas aún de darle nombre. Ese nombre le daba identidad, y su identidad unos derechos porcinos que no agradaban a la Tata. Cuando llegaron al palacio Pataleta del condado de Chachipurri, Sentimiento lloró. Era un gemido inaudible, que solo Ceirume podía escuchar.

-Ay, mi Feeling, ay no llores, mi Feeling, que tás en tu casa ahora, mi amó.

Colocaron a Sentimiento en el trono de Piedramar, y le coronaron con la Visera Espinosa de Chachipurri. Ceirume, que debía actuar como Madame Castellón -su alter ego- en el palacio tocinisco de Mariano, dejó al pequeño feto y se largó de ahí con su madre. Sentimiento, incapaz de hablar o moverse, no pudo nombrar a sus caballerizos, guardianes y centinelas, protectores y lugartenientes. Ligamentoso, el suricato, tío del Capitán Obviedad e hijo bastardo de Tata Legaña, clon maligno de Tata Pestaña durante la época en la que a Cesar Barba le dio por experimentar con estas cosas, apareció de entre las sombras para besar la costra ennegrecida de Sentimiento y encender las antorchas, ya entrada la noche. Y Sentimiento quedó solo, en su sala del trono, sentado y silencioso, escudriñando la sala con sus ojos muertos. Las antorchas crepitaban, y de vez en cuando aparecían emisarios de Mariano, que sin reverenciarle, entraban en su virgen cámara del tesoro y le robaban ‘por impuestos’. A pesar de  todo, Sentimiento estaba feliz, no le importaba nada con tal de calentar aquel trono con su enfermizamente delgado y deforme trasero de gorrinillo a la miel.

Mientras tanto, en la sala magna de Mariano, el rollizo gobernante reía y gozaba viendo como un desnudo y peludito Henry Ford se vejaba a sí mismo con un látigo. Su vello corporal era aceitoso, abundante, canoso y rizado, y su cuerpo, delgado y esquelético, normalmente camuflado con sus trajes. En aquel momento solo llevaba unas braguitas de adolescente. Mientras se daba aquel bochornoso espectáculo, César se comía unos choricicos escondido detrás de unas columnas. Cuando solo quedaba medio, empezó a escuchar los gritos de Mariano.

-¿Dónde coño están mis chorizos? ¡Coño, los chorizos de padre, que me los ha traído del pueblo!

-¿Quién diantres es tu padre? Nunca me has hablado de él.

Mariano miró hacia el techo, y una lagrima cayó por su mejilla hinchada.

-Mi padre es Indolencio Serrano Molloso Méndez. Está moribundo y delira en su cama del poblao ande vive ahora mismo. Un día me contó que un bogavante gigante y aceitoso bajó del cielo y preñó a mi madre, Cacumencia Moroso. No sé yo, no sé yo. Me suda las pelotas lo que diga, solo me importa que me traiga los chorisicos tan sabrosos, pero algún hijo de puta me los ha quitado, coño. ¿No habrás sío tu?

César, intimidado, no supo qué decir. O sí.

-¡Fue el feto, malditas cosillas de la vida! Ese jodido Sentimiento, vi cómo se comía los chorizos de tu padre.

-Pero si no puede moverse, César, ¡no digas chorradas!

-Te lo juro por lo que más quiero.

-¿Me lo juras por el saurio retrasado?

-Coño, sí, Mariano.

Al día siguiente, Sentimiento se encontraba en mitad de la plaza de la justicia marbellí. Toda la población se había congregado ante aquella montaña de basura cárnica que era Mariano. Con su pequeño cetro dorado, su corona doblada y su capa sudada y ridículamente pequeña con respecto a su espalda granuda, se preparaba para ajusticiar a Sentimiento con todo el peso -mucho peso- de su poder. A su lado, arrastrándose por el suelo, se encontraba Henry Ford, atado a su trono y vistiendo las mismas bragas meadas del otro día. Le habían salido dos orejas de gato y acariciaba las varices enormes de Mariano. Sentimiento por su parte, estaba tirado en el suelo de una forma incómoda y excéntrica. Vestía unos pañales negros y una capa real que rodeaba su cuerpo.

-A ver marrano inútil, ¿te has comido mis choricicos?

Mariano, desde luego, iba al grano. Pero no hubo respuesta por parte de Sentimiento, no más que unos leves gemidos que no llegaron a los rechonchos oidos de Mariano.

-¡Me cago en la puta!

Sentimiento parecía querer hablar; parecía querer defenderse. No podía. Era incapaz, y también era consciente de ello. Su ojo muerto, blanquecino, viró sonoramente hacia la muchedumbre. Supo que allí se encontraba Tata Pestaña. La vieja japuta sonreía, aunque aun seguía preocupada por la ancestral maldición del día de nacimiento de Sentimiento. Quizás con su muerte se disiparía. O quizás no. Pero, ¿iba a morir Sentimiento?

-¿Qué hago con él, Henry Ford?

El gatusco empresario gimió guturalmente.

-Me gusta esta mascota. ¡Matad al puerco fetal!

Entonces, se escuchó un intenso gemido. Un gemido máximo. Un gemido gorrinesco. Pero algo exagerado. Incluso el propio Mariano tuvo que taparse los oídos. Desde lo alto de una torre cercana, una silueta bicéfala se erguía.

-¡Coño, Cerdo! ¡Mi Cerdo, joder! ¿¡Dónde coño estabas!? ¡Todos se habían olvidado de ti!

Mariano reía, mostrando sus piños negros, y toda su cebada barriga botaba con sus risotadas felices. La papada se le fundía como la arena de una duna. César, sudoroso y preocupado por si se acababa sabiendo la verdad, se acercó a Mariano para intentar susurrarle algo, quizás la confesión de sus crímenes. Henry Ford le arañó la cara y le rompió las gafas.

-¡Bah, déjate de chorradas, vamos a matar a este puerco!

La gente se tomó aquellas palabras como una confirmación. Todos cogieron una piedra del suelo arenoso y la lanzaron hacia Sentimiento, que lloraba por los sobacos y se le soltaba el estómago. Recibió mil pedradas en todo su pequeño cuerpecito, y de él no quedaron más que entrañas, vomito, mierda y mucha sangre resecosa. Tata Pestaña abandonó la plaza, sonriente, no sin antes advertir como el cerdo bicéfalo desaparecía de la azotea con gesto decepcionante. ¿Qué habría querido lograr con aquel chillido? Debería investigarlo.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por los sollozos de su hijo, Ceirume. Llegaba corriendo a la plaza, empujando a todo dios, desnudito y con un condón pegado al ojete. Tenía dos biberones atados a los pezones, y un esparadrapo en la rodilla derecha. Se agachó delante de Sentimiento, o lo que quedaba de él; aquel mejunje pringoso.

¡Ay mi Feeling! ¡¡Ay, ay, ay, ay!! ¡Ay que tan hecho puré, mi Feeling!
… ¡Ay!